Ayer viví uno de esos momentos
que rozan la perfección. Me invitaron a una merienda cena en la terraza del
ático de un apartamento en primera línea de mar de Cambrils, una de las
colonias del imperio leridano. El clima era un aliado: calor nada sofocante y esa
brisa marina que no disgusta a nadie. La compañía era de esas compatibles con
la intimidad, esas compañías que son una prolongación de ti mismo. La
anfitriona, ejecutiva en una importante compañía cuya red comercial se
extiende por todo el mundo, explicaba el reto que ha supuesto para ellos
adaptarse al mosaico de cambios normativos que la pandemia ha ido
suponiendo de un día para otro no solo en los países, también
en las regiones de esos países y también en las ciudades de esas regiones. Para algunos países no ha habido pandemia, por
ejemplo, en Bielorrusia, allí han convivido con el virus sin cambios asumiendo sus
consecuencias. En Egipto las medidas que afectaban comercios duraron una
semana. Aquí en España ya saben cómo va,
está variando por ciudades, comarcas e incluso algún caso por barrios. En Alemania ha ido
por Länders. Las administraciones han echado horas reglamentando medidas ad hoc cuando tal vez la uniformidad
sería más útil. Sé que los
principios “uniformidad” y “unidad” pueden sonar anacrónicos; que muchas
personas relacionan a la ligera variedad, descentralización, o autonomía con
modernidad y progreso, y no es así en todos los casos. En beneficio de la economía, es importante
que el mundo “civilizado” (no sé bien qué entender por civilizado) tienda a
uniformizarse en derechos humanos, en política fiscal; en normativa comercial y en respuestas a pandemias (sobre todo en países fronterizos). Debe haber uniformidad nacional e internacional en aspectos
esenciales por aquello de la seguridad jurídica -palanca del progreso- y la
igualdad, aspectos importantes para cumplir los objetivos del "mundo mejor" que deseamos para nuestros hijos. Lo sé, el mensaje puede resultar infantil pero, ¿acaso hay otro mensaje?