Sabido es que en la Batalla
de Ilerda (siglo 50 aC) Julio César sufrió
de lo lindo antes de que Gneo Pompeyo Magno rindiera sus tropas y le cediera la
“ciudad”. La batalla y sus condiciones climatológicas
extremas fueron de tal dureza que a partir de ese momento los
romanos acuñaron la expresión “Ilerdam videas” (ojalá veas Lleida) como una
suerte de maldición.
Lamento ser reaccionario para algunos de
ustedes, pero la niebla de Lleida (tal vez esa que referían los romanos) es desesperante. Cansina.
Permítanme aquí la licencia de recurrir al lenguaje sexista: la niebla es un
coñazo. No me acostumbro a que -pongamos como ejemplo el puente de
la Inmaculada que cerramos hoy- en casi toda Catalunya haga un sol de justicia, en Barcelona tomen el aperitivo en mangas de camisa y aquí, en Mórdor, vivamos
envueltos en un vapor deprimente. La sensación de volver a casa después de pasar un día en el mundo del sol, adentrándome por la negra autopista en el húmedo pozo gris en que se convierte Lleida contagiada de niebla es demoledora. Es un
suplicio.
Ya sé que a muchos
compatriotas míos les seduce “la boira”. También la tristeza o la nostalgia han
inspirado obras maravillosas y no por eso dejan de ser estadios poco deseables, pero yo les diré: soy más de mayo; de largas rutas en bicicleta al sol; de correr, de la
primavera ¡de la luz vital!