jueves, 2 de abril de 2020

Poco que decir.


El virus de la incertidumbre es insoportable. En dos semanas paso de relativizarlo a lavarme las manos compulsivamente; de ahí a encerrarme en casa y luego la incertidumbre. Y salgo de casa con amparo legal. Y presto suma atención a todo lo que toco. Agarro el volante del coche “¿y si está contaminado?” y conduzco. Y me pica la nariz pero “no te rasques, puede ser peligroso”. Y pienso “tal vez no lo coja”, y luego me viene a la cabeza el caso cercano de 44 años entubado que se debate entre la vida y la muerte. Y “no tenía patologías previas” como si alguien supiera qué patologías previas guarda frente a la incertidumbre. Bajo del coche y voy al despacho cruzando un desierto de soledad. Toco el pomo de la puerta y memorizo el contacto, “por lo menos parece que no afectará a mis hijos, pero mis padres, no, mis padres no”. Y tenta Schopenhauer con aquello de pasividad frente a la existencia y actuación en un círculo cerrado. Pero no, dependo de la comunidad y la comunidad depende de mí. Y  queda la esperanza, o sea los tuyos. El regazo de los tuyos. Y asumir que la sofocante incertidumbre se combate con esa misma esperanza en sanitarios y científicos. Vuelvo a casa con la sensación de dejar atrás una guerra. Me ducho a conciencia, “por hoy no creo que lo tenga”.  Abrazo la esperanza y a Ares. Y juro que jamás olvidaré lo que los sanitarios están haciendo por nosotros, “lo juro”.