El virus de la incertidumbre es
insoportable. En dos semanas paso de relativizarlo
a lavarme las manos compulsivamente; de ahí a encerrarme en casa y luego la
incertidumbre. Y salgo de casa con amparo legal. Y presto suma atención a todo
lo que toco. Agarro el volante del coche “¿y si está contaminado?” y conduzco. Y me
pica la nariz pero “no te rasques, puede ser peligroso”. Y pienso “tal vez no
lo coja”, y luego me viene a la cabeza el caso cercano de 44 años entubado que se
debate entre la vida y la muerte. Y “no tenía patologías previas” como si
alguien supiera qué patologías previas guarda frente a la incertidumbre. Bajo
del coche y voy al despacho cruzando un desierto de soledad. Toco el pomo de la
puerta y memorizo el contacto, “por lo menos parece que no afectará a mis hijos,
pero mis padres, no, mis padres no”. Y tenta Schopenhauer con aquello de
pasividad frente a la existencia y actuación en un círculo cerrado. Pero no,
dependo de la comunidad y la comunidad depende de mí. Y queda la esperanza, o sea los tuyos. El regazo
de los tuyos. Y asumir que la sofocante incertidumbre se combate con esa misma esperanza en
sanitarios y científicos. Vuelvo a casa con la sensación de dejar atrás una
guerra. Me ducho a conciencia, “por hoy no creo que lo tenga”. Abrazo la esperanza y a Ares. Y juro que jamás
olvidaré lo que los sanitarios están haciendo por nosotros, “lo juro”.