Ayer la Sala Manolita de Lleida
trajo a Los Toreros Muertos. Lo
que oyen. Casi nada. La banda triunfó sin matices con un concierto redondo. Pablo
Carbonell conectó con el público desde el minuto uno con su estética
irreverente y ese humor del absurdo que le caracteriza. Ya saben
que un concierto es una comunión entre público y artista. Si alguno falla el show
cojea. En la primera fila un grupo de
chicas, digamos de mi edad, estuvieron a la altura completamente entregadas a “Yo
no me llamo Javier”, “On the Desk” y otros temas antológicos que
acompañaron la adolescencia de quienes nos forjamos en los 80. El resto del público fue de menos a más, siguiendo las
primeras canciones en modo postureo para acabar saltando con “Mi agüita
amarilla”. La sala no estaba a reventar. Dejo para los entendidos en programación
cultural el porqué. Lleida no es una ciudad fácil para
conciertos. No hay que ser un experto para detectarlo y encontraran tantas teorías como voces
autorizadas para justificarlo. Mientras disertamos, no me cansaré de agradecer
a los emprendedores de La Sala Manolita, Dani Simó y Santi Salvador entre otros, la apuesta por la música en
directo y muy especialmente su cariño sin disimulo por las bandas “ochentenas”
que han marcado mi generación. Pongan un
ojo en la oferta cultural de La Sala Manolita. Créanme.